Las efemérides de octubre nos permiten conjugar personas y personajes que han sido invalorables aportantes al acervo cultural y la construcción social de la Argentina que hoy conocemos. Es así que este mes se cumplen 134 años del nacimiento de Alicia Moreau de Justo (fallecida en 1986), y 133 años de la muerte de José Hernández (nacido en 1834).

Entre otras cosas, ella dedicó su vida a la consecución de los derechos de la mujer. Él nos dejó al “Martín Fierro”.

La propuesta entonces es abordar a la obra de José Hernández tratando de comprender el rol que le asigna a la mujer en su desarrollo.
Sin llegar a ser una obra misógina, se ha dicho que el Martín Fierro es un poema de hombres. Sin embargo la mujer se halla presente en él, tanto de forma individual como colectiva, en los distintos cantos de las dos partes. La primera mujer que nos presenta el poema es la esposa de Fierro. No posee nombre concreto y sus menciones son episódicas sin que sepamos nada ni de su rostro ni de sus formas… “una de tantas”. Al marchar Martín Fierro, ella también marcha “con no sé qué gavilán”. Fierro la disculpa e incluso le desea suerte.

La segunda mujer del relato es la del “negro de la payada” a quien un día, estando Fierro borracho, la insulta. Este interludio desemboca en la inexorable pelea que culmina con la muerte del negro. Fierro pretende entonces continuar su atropello, pero reflexiona y, por respeto, desaparece con gran remordimiento.

Cuando Cruz acaba de unir su vida a la del gaucho aventurero, aparece de nuevo la mujer, que si es buena puede ser de gran alivio para el compañero. Sin embargo, la de Cruz, a la que primero se pondera, termina, como la de Fierro, abandonándole por el comandante de la milicia. La misoginia de ambos hombres es pues justificable. Misoginia que se repite en el baile del gaucho (canto XI), en donde, además de una que le provoca, otras se burlan de él.
Ya en la Vuelta (segunda entrega del Martín Fierro), las primeras mujeres que se nos presentan son las indias. Martín no tiene más que elogios para ellas. Son también mujeres sin rostro: piadosas, diligentes y sufridas en los trabajos. Sufren pacientes bajo el duro yugo del marido que es su tirano y su señor, y que “ni sabe lo que es amar”. Con las indias contrasta el retrato de la “china vieja” que culpa a un “gringuito” cautivo de ser el causante de la viruela negra. Es una mujer maléfica y supersticiosa.

El episodio de la mujer cautiva produce el retrato más tierno de mujer del Martín Fierro, así como las trágicas escenas de las que es protagonista: mujer buena con su pequeño hijo contrapuesto al de la “china mala” que desencadena el drama. Gracias a la entereza de la cautiva, que pierde a su hijo degollado, Fierro recupera el instinto de pelea. Mujer valiente, posee toda la cautela propia de la feminidad y sabe sobreponerse al dolor y ayudar a Fierro cuando es atacado por el indio y cae debajo de él sin poder volverse. Hernández hace que Fierro bendiga a Dios por haber puesto en aquella mujer la “juerza que en un varón / tal vez no pudiera haber”.

Muerto el indio, se produce la huida de Fierro y la mujer. Nada se nos dice en cuanto si ha habido relaciones más íntimas entre el protagonista y la cautiva. El autor es todo discreción y hace que Fierro, convertido en auténtico paladín, no necesite descender a situaciones más prosaicas.

Por último se hallan: la tía que, recoge al segundo hijo de Fierro, lo mima y lo hace su heredero. Es una mujer con auténtico buen corazón y carácter maternal; y en contraste con la amable figura de la tía, está la curandera, auténtica parca, que visita a Viscacha viejo y enfermo. La viuda de la que se enamora el segundo hijo de Fierro. De la viuda su conducta, nada sabemos, mujer esquiva de la cual anda locamente enamorado el muchacho, no puede consumar su unión porque aquella es fiel a la memoria de su marido.
Unas tías que recogen al hijo de Cruz para que no ande suelto y desamparado, buenas mujeres. Contrastando, la mulata que se “pega” al lado de Picardía, primero como ángel de la guarda, después como pícara tentadora del muchacho. Apodada “la parda, tenía los ojos como refocilo”. Finalmente, la alusión que hace el Moreno a su sufrida madre que tuvo diez hijos

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